Perdóname
por crear arroyos en tu prado desierto, evocar los apelativos de algunos
recuerdos entre tus opacos ojos y
hacerte sentir lo frío en tu mundo álgido. Era lo precoz de mi mente y lo
prematuro de mis defensas que me hacía
cometer actos descarados y frívolos, sin
pensar en las repercusiones o las heridas que pude dejar por debajo de los canales que recorrí en nuestra larga
experiencia de vida.
Ahora
comprendo que no te entendí, hasta que fuiste llorando –afligida- por el malecón
de Miraflores, buscando quimeras y entelequias como buen ingenio tuyo por toda la
brisa espontanea de tu ser, esperando las caricias que te regalaba tu madre y los maduros consejos de tu padre; el
hombre de acero que de los dos anteriores personajes, solo este llegué a conocer.
Sé de mis errores y por eso van las disculpas. Disculpa el desamparo en el cual dejé a tu cuerpo en Barranco; las promesas perdidas en esas piletas de San Isidro, donde la soledad me suplantó; las uvas que comíamos en año nuevo sin pensar en los ahorros de invierno; la calidez de tu alma sin decepción y el cambio tosco de tu forma de pensar.
Sé de mis errores y por eso van las disculpas. Disculpa el desamparo en el cual dejé a tu cuerpo en Barranco; las promesas perdidas en esas piletas de San Isidro, donde la soledad me suplantó; las uvas que comíamos en año nuevo sin pensar en los ahorros de invierno; la calidez de tu alma sin decepción y el cambio tosco de tu forma de pensar.
Ahora que comprendo
cuanto dolor hice con tu alma, cuando mezclaba tu aura con cenizas de suplicio,
lamento haberlo hecho. Sé que sientes cuando te atraviesan el corazón con las
palabras artesanales del pueblo que yo usé para herirte y sé que es triste
herir un pedazo de uno mismo, por eso perdóname, porque ahora comprendo todo y
sé que mi condena muy pronto vendrá.