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miércoles, 11 de diciembre de 2013

El café de Emilio - La desilusión del poeta.

Ni la luna llena reflejada en el mar del panorama que se puede apreciar desde el parque Salazar, saciaba el corazón del pobre Emilio en aquellas noches grises ambientadas por un gélido viento que desmoronaba las lágrimas de su pobre rostro maquillado del tráfico limeño. Su pecho sentía la depresiva sensación de estar solo entre el medio millón de habitantes en la capital y su pérdida mirada, llena de llanto lo llevó a alguna tienda cercana del parque; perdiéndose por las calles oscuras de O'Donovan como una sombra en la oscuridad no entendía si realmente él era real.
Cuando encontró la luz de una tienda, empapada por carteles de helados y otros baratos productos  desesperadamente pidió al ingresar un ron al precio de una lata de leche,  dos gaseosas personales y una cajetilla de veintes balas de tabaco. Como si los minutos al combinarlos con cubas libres envejecieran su carisma, la pobre pinta criolla de su rostro limeño en ruina iba delatándolo con el sereno que de un modo amable le pidió que no siga bebiendo en las áreas públicas. Jocoso, derramaba carcajadas Emilio ante el rostro del sereno.
-Joven, no es por molestarlo; pero no está permitido tomar en áreas públicas. Los vecinos se quejan y luego la culpa recae sobre nosotros.- Decía el sereno humilde, sin matonerías como otros serenos del distrito. El trato le agradó a Emilio, contándole un resumen de su actitud miraflorina bohemia; aunque poca entendible.
-Entiendo tu trabajo, vivo en el distrito y sé que es generar disturbios o ridiculeces como esta. Lo que menos quiere Miraflores es ver el pasado en el presente, seguir viendo ebrios vomitando en algún parque da vergüenza. No te preocupes ya me retiraré en dos minutos, permíteme tomar los últimos sorbos de esta botella y me voy.-
No pasaron más de tres minutos y el bohemio se fue a su hogar caminando por la avenida Larco; viendo los borrosos rostros de los transeúntes solitarios y parejas felices que iban al malecón a pasar un agradable momento de la sociedad limeña.
Perdiendo su propia razón, el rostro condenado estaba a unas cuadras de su propia casa y en la bodega del chino compró otra botella de ron negro, pero en esta ocasión una que alcance toda el alba.  Arrastrando su cuerpo al llegar a su casa, se había confundido si lloraba por Micaela o Julia o alguna musa del pasado. Daba igual, lloraba por amor. Encontró en su sala, dos cajetillas de cigarros y prendió su laptop a un volumen apto para los oídos de Emilio; Rodriguez y Milanes cantaban para sus penas.  Mientras llegaban los dolores del espíritu, recostados sobre su mente; una pena profunda de su pequeña alma brotaba de los campos por cada sorbo bebido de alcohol absorbiendo los sueños de amor del pobre poeta. La debilidad desgarró sus fuerzas; como si un pedazo de vidrio rompiera una piedra. Las ilusiones escapan del cuerpo catastrófico que las albergaba a través de las lágrimas y de sus poros el sudor sabor a ron, dejaba rastro en el lapicero con el que escribía poema tras poemas toda la madrugada.
Cataratas y desbordes de llantos embarraban los antiguos versos que leía, como si se perdiera en una trágica historia de Alejandría toda la cultura de amor a dos poderosas afroditas.
Ante el apocalíptico suceso la vida y la muerte dejaron sola a la soledad de Emilio con él, como si fuera un objeto inerte. Tal roca sin presencia de nadie, ni el propio tiempo quiso quedarse, huyendo del funesto presente.  Hasta que el alba llegó y el cuerpo despoblado de emociones, no emitía un latido de vida.  El cadáver se levantó, después de la vida y muerte, percibiendo que todo había acabado en una terrible sequía de sentimientos.  Sin rostro, ni alma era un cadáver sin identificación. Un desaparecido esparcido en el pensamiento de vivir sin amar. Sin volver amar infinitamente. Había exiliado a Cupido y colocó en sus campos muertos una lápida al pensamiento romanticista de aquella noche.

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