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lunes, 2 de diciembre de 2013

El café de Emilio - El deseo contagioso.

El parque del amor aunque suene paradójico es el espacio menos apreciado por las parejas bohemias. Será tal vez su cliché, su popularidad de centro comercial o tal vez sea por ser vecino del puente Villena (antiguo hogar de suicidas) También se especula que es el parque y no el puente el que ha condenado a la muerte a cientos de personas; mientras las trágicas víctimas del puente son solo la muestra radical de la combinación de recuerdos tatuados en el pasado, intentando escapar de algún error amoroso comenzado en el parque del amor.
Realmente poca importancia tenía una leyenda urbana como la que Emilio  repetía en sus escritos, en el fondo mostrando su antipatía por el parque; tal como Andrés, al decir que en cualquier parte del malecón miraflorino los actos sexuales se tornan eróticos al esconderse y los nervios de los participantes del deseo encarnado ponen a prueba sus sentidos para evitar algún morboso espectador o una víctima de una indeseada vista. Digamos que para Andrés era absurdo el parque del amor, cuando el amor se practica en todos lados menos en ese espacio del malecón.

Era curiosamente tarde, sin consciencia de serlo. Preguntaría cualquier cosa, pero no deseó hacerlo. Se mantuvo callada. Sin un saludo, me miraba enojada y de su furiosa lengua escupió sobre mi mente el olor de un café de hace veinte minutos traídos al presente por invocar un fastidioso recuerdo por mi tardía llegada. Realmente no sabía que hacer, las tardanzas suelen suceder en la vida informal del cariño, como en el espacio espiritual o abstracto. Era evidente su enojo y ante eso quería decirle “Dios tarda, pero no olvida” pero hubiera brotado su enojo mas de lo que ya estaba y su ateísmo budista se hubiera consolidado por ese dicho pronunciado. Así que preferí decirle algo supuestamente ético y romántico “Perdón” pero para qué dije eso. La cura, fue peor que la enfermedad. Recibí en pleno parque del amor una cátedra de mi  primer acto incorrecto en las primeras dos semanas de relación. Como si fuera poco para mí –ya hubiera querido- se quitó la chompa ligera de encima para mostrar la mitad de su sus senos al descubierto con la excusa del caluroso clima. Nunca antes había visto sus senos como ese día, tan deseados por mi instinto castigado, cuando intenté acercarme y se apartó de mí. Capté inmediatamente lo que buscaba. Empatía. Ella quería que la entendiera, pero no sabía qué hacer en ese preciso instante. Hasta que una idea brotó de uno de los bolsillos de mi saco, al entregarle el habano que recién había comprado para esa noche, el cual iba a usar para liberar toda pereza y hacer de mi noche, una bohemia compañía. Al explicarle la importancia de mi puro y haber visto una sonrisa en su rostro al entregárselo; percibí que toda estaba resuelto.
Nos sentamos en una de las bancas de balta, cuando mis latidos se aceleraban con sus besos y al cesar mis labios recorrían su cuello; sutilmente rozaban las faldas de sus senos, mientras exhalaba sobre mi cuello. Sentí desenfrenadamente el deseo de hacerla sentir en donde sea posible lo mismo y mucho más de lo que mi cuerpo excitado pedía a gritos. Era cuestión de minutos, para llevarla a mi casa; pero trágicamente el tiempo no estaba a favor nuestro. Lo cual no fue un fastidio para mí, pero para mi mente y mi emocionado miembro era desesperante no haber logrado nada ese día, cuales para compensarlos tuve que relajarlos con la imaginación, usando la divina masturbación que me brindaba Dionisio, para poder esa noche concentrarme en la música.

La noche llegaba y las responsabilidades de los dos se tornaban estresantes, cada minuto que pasaba. Era el momento de dejarla en su hogar y firmar la salida con otro de esos besos largos, tatuados en los labios de ella. Recordando rumbo a mi casa, cuando nos levantamos de las bancas de balta su mirada directa a mi bulto cubierto, intentando con la fantasía desvestirlo. Ese día me aprendí que el deseo es contagioso. Dejándome ese recuerdo pensativo por la calle San Martín. 

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