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miércoles, 27 de noviembre de 2013

El café de Emilio - La primera noche.

A veces uno se echa sobre el pasto de un parque y ve el cielo de Lima deslizándose como una serpiente ploma entre los edificios de la ciudad, recordándote que es Miraflores por la tarde y el tráfico parió otro hijo. Suele pasar, si eres un curioso-de-la-nada. Perseguir a esas serpientes, dejándote llevar por el misterio; como cuando uno es pequeño y siente que el Sol del sur lo persigue hasta la capital. 
Una inexplicable sensación dentro de Andrés, se asemejaba al sol que lo acompañaba al Pasaje San Martín, donde vivía Micaela. Él, llevado por el pensamiento nervioso de arriesgar lo que tenía a su mano -flacas sin compromisos y ningún argumento para alguna persona- arriesgaba lo que tenía por ella. Bañado en un perfume nuevo, el músico estaba con una guitarra en su espalda y preparado para soltar sus mejores cartas por la noche. No solo había tocado el timbre cuando llegó al edificio, sino también había llegado al corazón de una cierta cantidad de nervios para acabar con estos y atender la tranquilidad de ella; cuando al sonar en la habitación del 401, Micaela esperaba lista su llegada. 

Tardando la respuesta de Micaela al responder por el intercomunicador, los nervios consumían al inexperto Andrés en relaciones serias –según la crítica de la generación Andrés-  Andrés se había transformado por el sudor invisible, que se deslizaba por su piel en un Emilio enamorado; pero al darse cuenta de su cambio y verse ante el reflejo de la luna de un carro, con la boina y los lentes de Emilio; recordó el gozo de tener a su favor la racha de victorias sin ninguna derrota, como las que no tenía Emilio. Sabía que era seguro de su triunfo al recordar las palabras de Micaela y él estar ahí, esperando salir con ella. Borrando de su rostro el maquillaje Emiliano que llevaba.
En el avance de esos pensamientos competitivos de ser el macho alfa de su cabeza y la cura de sus nervios, la voz de sirena de Micaela lo invitaba a subir, a través de su intercomunicador.

Micaela arreglaba la sala y había prendido un cigarro antes de la llegada de Andrés, para aromatizar el espacio donde vivía, dando la bienvenida y enviando un mensaje de libertad a Andrés; pero sin libertinaje debido a los ceniceros que había colocado sobre la mesa.
Sonreía al espejo, el cual la ayudó a terminar de maquillarse de tranquilidad. Cuando escuchó el timbre de su puerta y paró la sonrisa con unos ojos alborotados, miró a través del ojo mágico de la puerta y ahí estaba él, enfrente de ella perdido en un “cómo será por dentro, lo que no muestra al mundo exterior” con los pies suavemente flotando sobre el piso.
La puerta se abrió y ahí estaban los dos. Frente a frente; con los mismos saludos de siempre y los mortales corazones intentando unir sus propias almas en un sigiloso movimiento eterno, mientras sus razones dormían.
-Pasa, hay que ver una película ¿Qué opinas?-
Andrés estaba en su dicha. -Claro, no hay problema. Por mí normal. Hay que ver una de Stanley ¿qué opinas?- sonreía de un triunfo anticipado; el cual ya sabía por donde iba a ir, cuando atravesaba ese marco donde ingresaba solo las esenciales personas que ella dejaba pasar.
-Me encanta. Aunque yo estaba pensando en Fellini, pero bueno me diste otra genial idea.- Micaela intentando persuadir a Andrés, quería que el momento irónico del amor sea sentado en el sofá viendo una película lenta del cine francés. Fue cuando Andrés al darse cuenta que el ticket a su meta era solo posible con Fellini, aceptó la idea y al ingresar, Micaela le pidió que la acompañara a preparar crepés, porque no sería una buena película sin crepés. A ella le encantaba y de paso, él la ayudaría a preparar el café que él anhelaba, para no embriagarse de nicotina y besos pronosticados.
Entre carcajadas y una mesa que hacía de la cocina rincón de abrazos, chocaban espontáneamente los cuerpos con una conversación que evocaba a Salvador Dalí y Pablo Neruda; especiales para ellos al estar en la cocina. “Si fuera Dalí, mi café fuera un gato licuado” sin sentido la oración hacia aparentar a Andrés en un elixir de marihuana, como Micaela al decir que a Neruda se lo comieron los cronopios de Cortázar. Eso no fue de mucha gracia para Andrés, pero al decir que Emilio hubiera puesto el grito en el cielo por tal herejía al mundo literario latino; los dos empezaron a gritar en llantos de carcajadas imitándolo con su voz suave, pero pesada como un cortazariano fanático del real maravilloso y alguna novela de Virginia Wolf. Pasaron a la sala con los platos listos, dejando todo sobre la mesa al frente del sofá. Micaela se levantó con una sonrisa y con la sátira que se le caracteriza –Claro Andrés, sentémonos a ver la pantalla negra.- acabando con una sonrisa que penetraba los ojos del músico prendía el televisor y colocaba el disco en el DVD. Para seguir con el juego Andrés –Y dónde se apaga la luz de tu noctámbula sala.- Micaela se sentó en el sofá, sonriéndole y su brazo izquierdo por la espalda de Andrés apagó el interruptor; brazo que no se movió de la espalda, abrazándolo mientras la cara del puberto francés aparecía en el televisor. Para acomodarse, Andrés hizo maniobras con sus brazos. Tal como si fuera una guitarra, orientó el torso echado de ella sobre él, sin complicaciones de un brazo detrás suyo y perfecto para un beso en los créditos.

Pasaban los minutos en el suspenso de la película y la dueña de casa le pedía al inquilino de su corazón que le pasara los crepés, y este pedía que le prenda el cigarro de la boca. Cuando después de la taza de café, cigarros y varios crepés, él acercó su rostro en la escena del pequeño niño corriendo por la playa francesa desconocida que Micaela miraba atentamente y toscamente se perdió en un beso de unos leves segundos; cuando su alma sintió un breve golpe al espíritu desencadenado, para hacer lo que le pida el amor. Pasaron de breves a largos y hasta eternos besos inseparables, cuando llegaron a los créditos sin percibirlos y los besos mortales se reproducían hasta que llegó un respiro generando remesones en las manos de los dos; acariciando el rostro de ella con una y con la otra la cadera estática; mientras ella acariciaba su espalda y apoyaba el rostro en el cuello erótico del músico. Andrés desprendía las palabras finales de su solitaria vida pendeja con los nervios anestesiados – ¿Quieres estar conmigo?- 
En un segundo de silencio las energías se deslizaban como una cadena de energías, girando en torno de las piernas y los muslos detenidos, cuando la cadena mutó a serpiente y el abdomen había retenido en ese segundo el aire, antes de finalizar la oración de Andrés. Hasta que la serpiente ató el cuello, obligándola a escupir la palabra que brotaba del impulso innato humano. –Sí.- Sellando la conversación con un beso 
distinto al de otros,  elevando su alma mas allá de este planeta. 





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